Nigel Barley
Anagrama, 2004
237 pp.
Todo viajero -digo viajero y no turista- lleva oculto a un antropólogo o vive con la ilusión de llevarlo. Por eso, la lectura de un libro de antropología no le resulta extraña. Y, por eso, se hace más viva aún la paradoja de que quien se siente extraño en toda esta combinación sea el antropólogo que escribe el libro, este libro, para quien la antropología es la más de las veces un misterio y la ciencia que pretende desarrollar un cúmulo de medio-insentateces cargadas de humor.
Inglés tenía que ser el autor para hacer de algo tan serio y poco proclive a las alegrías del ingenio una lectura jocosa y estimulante, aparte de ilustrativa, a su manera, de cómo los hombres se emplean a conocer otros hombres.El antropoólogo inocente es un clásico. Por consiguiente, lejos de él cualquiera que espere estar a la última. Pero seguro que es el único libro cargado de humor entre todos los de este blog hasta hoy y probablemente -y es una lástima- en un futuro relativamente largo.
El antropólogo es lo más próximo a lo que podríamos llamar el viajero ecológico. Elige un destino, se mezcla con la comunidad que allí vive, aprende de ella -o le parece que aprende de ella- y trata de pasar como un simple observador sin interferir en el entorno que lo acoge. El antropólogo pretende ser discreto y al mismo tiempo aceptado. Y con ambos objetivos a cuestas se adapta al sitio donde se instala como si fuera su propia casa ajustándose en lo posible a los modos de vida del lugar.
Todas estas pretensiones, impecables desde el estricto punto de vista de la teoría científica, hacen aguas cuando se contrastan con la realidad pura y dura y cuando entre medias se abre un resquicio por donde se cuela esa incómoda sensacion de absurdo que envuelve al actor cuando se desvanece el encanto que producen el escenario y los trajes y se ve en medio de la nada y sin nada que lo arrope.
Para Barley, crítico consigo mismo, con su oficio y con lo que le rodea, el encanto tiene la volatilidad de lo esencialmente endeble y cae al primer tropezón. Su encuentro con el lugar donde espera iniciar su trabajo -ese primer lugar que el resto de antropólogos idealiza con intensidad- no puede ser más desolador:
"La primera impresión que me produjo la ciudad es que tenía pocos encantos. En la temporada seca resulta desagradablemente polvorienta y se convierte en un inmenso cenagal en la húmeda. Sus principales monumentos tienen el atractivo de las cafeterías de las autopistas. Las rejillas rotas de las aceras ofrecen al visitente desprevenido un rápido acceso al alcantarillado municipal y raras veces transcurre mucho tiempo sin que los recién llegados se fracturen alguna extremidad ..."
Los dowayos, la comunidad que pretende estudiar y la cultura que espera sacar del arroyo de la ignorancia, no corren mejor suerte. Pero el lector, entre bromas y veras, le va cogiendo el punto a Camerún, a los dowayos, al disparate de querer entendernos unos y otros y a una forma de vivir que con el testimonio de Bartley cobra realidad e interés.
El antropólogo inocente es una lección sobre el mundo -al menos sobre una parte pequeña del mundo- con el atractivo de documentar una sociedad a punto de desaparecer y con el chispeante sabor de que quien la dicta no oculta su condición heterodoxa y su afición por el humor y por lo poco convencional.
Para que nadie se lleve a engaño, Alberto Cardín, que prologa el libro, lo anuncia en el primer párrafo:
"Pocas veces se habrán visto reunidos, en un libro de antropología, un cúmulo tal de situaciones divertidas, referidas con inimitable humor y gracia, y una competencia etnográfica tan afinada, como las que Nigel Barley ofrece en esta minuta de su trabajo de campo entre los dowayos..."
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