Mario Vargas Llosa
Alfaguara, 2013
392 pp.
Si hay alguien que no necesita reseñas porque sus libros ocupan espacio en periódicos y revistas culturales incluso antes de llegar a las librerías es Vargas Llosa. Vaya pues por delante que no se trata aquí de dar noticia de un libro de sobras conocido y aireado por todos los medios de comunicación. Un libro, por lo demás, excelentemente escrito, con una trama que despierta interés desde el principio y que se sigue, con una lectura ágil, hasta el final.
Hay quien dice que el libro pierde intensidad a medida que avanza. Puede ser. Pero en mi opinión, la curiosidad por el desenlace sigue viva de principio a fin y, a lo largo de sus páginas, el libro ofrece al lector todo el placer que destila la buena literatura.
¿Por qué, pues, seguir hablando de este ‘héroe discreto’ cuando hace ya meses que apareció publicado? La respuesta, para un espacio dedicado a la literatura de viajes como es éste, es que resulta un magistral ejercicio ‘creación’ de un país -Perú en este caso- para introducir al lector en él y sumergirlo en su ambiente. No hace falta leer más que unas pocas páginas para que a través de las palabras se construya la sólida imagen de la vida tanto en una ciudad de provincias como en la capital peruana con la atmósfera cargada de matices que la rodea.
No estamos hablando del Perú en general. Hablamos de la vida de unos personajes a través de la cual descubrimos un Perú que da la impresión de ser el que ven y sienten los mismos peruanos. No hay una descripción del país. El país surge del día a día, de los accidentes y los incidentes, de las relaciones, de los contactos, de los encuentros, de los recuerdos que rodean a los personajes y que van dibujando tanto la trama como el escenario –Perú- por el que discurre la novela.
Pero la eficacia con la que Vargas Llosa introduce al lector en la atmósfera de su país da la impresión de que no es sólo un ejercicio de buena literatura sino además el resultado de una intención premeditada. Por supuesto el autor es un excelente observador y por ello mismo capaz de recrear la realidad que envuelve a sus personajes.
Pone nombre a restaurantes y a comidas. Cuenta del ambiente de la calle, de los almacenes que bordean las aceras, del discurrir en la comisaría de policía, de los tenderetes callejeros con sus platos de tamales y su Inka Kola. Descubre Vargas Llosa el interior de las tiendas modestas de los barrios humildes a los que el viajero nunca llegará. Repara en las telarañas, en las estanterías ‘añosas’, en las bolsitas de hierbas para vender a los clientes, en los cachivaches y las vírgenes que componen el precario abanico de mercancías que se ofrecen al comprador. Aquí y allá, con apuntes de la realidad de la calle o de la vida, va asentando un paisaje que cobra fuerza casi inmediatamente.
Pero que se apoya, sobre todo, en el recurso a palabras que inmediatamente agitan la imaginación del lector. Vargas Llosa juega con ello porque su hablar no es el de un escritor a secas, es el de un peruano. Los nombres que elige para sus personajes son para el lector pura esencia de Perú: Felícito, Tiburcio, Lituma, Rigoberto, Edilberto, Lucindo, Floralisa… Y los lugares de los que habla vuelven a remitir a las raíces del país andino con nombres del estilo de la Cruz de Chalpón, Las Huaringas, Huancabamba, Jirón de Carabaya, Pucusama, Catacaos o el río Zanjón.
Vargas Llosa no ahorra recursos a la hora de emplear el lenguaje para construir su escena utilizando ese habla peruana que tan determinante resulta. Palabras que sorprenden a cada poco al lector español, que necesita un instante de reflexión para comprenderlas: farrearse, chambear, churre, lisura, descachalandrada, yanacón, chulucano… Ni tampoco elude el uso de esos diminutivos tan ajenos al duro castellano peninsular y que hacen del español un idioma suave y que entiende de afectos: lluviecita, fiestecitas, blanquito, hembrita.
Vargas Llosa es un maestro del lenguaje y en este caso también de la construcción de la intriga. Una intriga provinciana, de trazos más groseros o quizás más humildes, que corre en paralelo con otra intriga, de ambiente capitalino, centrado en familias pudientes y cultas, que parecen desarrollarse como novelas distintas y casi extremas en esa línea que une los polos de una sociedad por naturaleza desigual. La intriga es lo que mueve la novela del mismo modo que la dignidad y la rectitud de los personajes ponen los límites a su desarrollo para convertir el libro entero en una especie de cuento moral con el que Vargas Llosa se permite la licencia de aleccionar, través de la literatura, amparado en la autoridad que dan la madurez y las canas.
No hay que perderse este ‘héroe discreto’, ni la oportunidad de disfrutar de la escritura de un maestro y de unas aventuras que tendrán al lector en vilo a lo largo de todas las páginas del libro. Leer más…