lunes, 8 de febrero de 2010

Bizancio. El imperio que hizo posible la Europa moderna


Bizancio
Judith Herrin
Debate, 2009
495 pp.

El Drina ha marcado para muchos la verdadera frontera de Europa, esa línea en los Balcanes donde empezaba un confuso mundo oriental de tradiciones lejanas y de desencuentros y conflictos frecuentes...


Judith Herrin
Debate, 2009
495 pp.





El Drina ha marcado para muchos la verdadera frontera de Europa, esa línea en los Balcanes donde empezaba un confuso mundo oriental de tradiciones lejanas y de desencuentros y conflictos frecuentes. Otros, en cambio, han visto en el Orontes la línea de división donde terminaba Europa, la frontera en el interior quebrado de Siria hasta donde se movieron con comodidad las legiones romanas y que defendieron como propia frente a los pueblos de Asia, dispuestos a disputar a Occidente los territorios que habían permitido hablar de un mare nostrum.

Entre una y otra se desarrolló Bizancio. Y se convirtió en una potencia que sobrevivió durante mil años. Y a lo largo de los siglos sirvió de bastión para la defensa de Europa frente al empuje de los pueblos de procedencia asiática que trataron de penetrar en el continente.

¿Cómo pudo producirse en la Europa moderna el olvido de este imperio con el que convivió durante diez siglos y con el que compartió tantos intereses y las mismas raíces?¿Quienes eran realmente estos bizantinos que desparecieron de la historia sin dejar rastro en la moderna conciencia europea?

Judith Herrin se propone, en este libro espléndido, sacar a la luz a un Bizancio olvidado y devolverlo al presente. Cuenta, solo empezar, el motivo que la impulsa: unos albañiles, seguramente turcos, le piden que les explique en cuatro palabras que es eso del imperio bizantino del que han oído hablar. Y Herrin, al escribir su libro pretende dar respuesta a esta demanda sacando a Bizancio del gueto de los libros de historia. Quiere ofrecer una visión lo más completa posible de lo que fue el imperio bizantino atendiendo a las facetas más variadas. Y lo cierto es que consigue darle vida y sacarlo del ámbito oscuro de ‘lo extranjero’ para restaurar su esencia europea y los estrechos lazos de unión que lo ligaron a nuestra historia y a nuestra cultura.

Debiera haber empezado declarando que el Bizancio de Herrin es un libro extraordinariamente ameno. Es preciso insistir en ello porque pudiera parecer que el tema es abstruso y difícil de abordar. Nada de eso. Herrin se propone ser didáctica, a pesar de ser una de las grandes autoridades en la materia, y para ello planifica su libro fijando su mirada en temas diversos que desarrolla cuidadosamente y que van iluminando parcelas de la realidad distintas que acaban componiendo una visión de conjunto completa y clara.

Por supuesto, el libro empieza por la fundación de Constantinopla, es decir por el Imperio Romano, y al hacerlo no destaca tanto su fracaso para contener a los enemigos exteriores que presionan sobre las fronteras, como el éxito de una política de adaptación a las nuevas realidades de Europa para sobrevivir a los tiempos. Bizancio es Roma. Y esta evidencia, que hemos olvidado la mayoría de europeos, es la que sostiene el relato que hace Herrin y la que nos descubre que en este espacio comprendido entre el Drina y el Orontes hubo un imperio que hasta 1453 mantuvo firme la cultura y la presencia de Europa.

La vida en Constantinopla cobra realidad en el libro de Herrin. Se sacan de la anécdota asuntos como el pan y el circo que se elevan a instituciones que cohesionan a la sociedad y contribuyen, como en la más pura tradición romana, a asegurar la fidelidad de los individuos al estado. El juego político, a través de asociaciones ligadas a los espectáculos, cobra vida y muestra una organización sofisticada que encauza –y desborda a veces- la lucha por el poder y que está a años luz de la pobre situación en la que vive el occidente de Europa. El mantenimiento del derecho que hereda la práctica romana y se desarrolla en el mundo bizantino con nuevas contribuciones y ordenamientos se destaca como contribución que aprovecha occidente entero en ese ‘derecho romano’ que inspira a tantas de sus legislaciones y que es en realidad bizantino.

El apasionante asunto de la religión y de los concilios que nos hemos acostumbrado a ver como luchas por el poder de obispos y patriarcas, pero que son igualmente una herencia del rigor intelectual del pensamiento griego y romano aplicado al desarrollo de la doctrina. Por cierto y como curiosidad, nuestro San Isidoro cayó en el pecado de heregía al traducir que el Espíritu Santo nació del Padre y del Hijo cuando lo suyo hubiera sido reconocer que nació del Padre a través de Hijo, tal y como quedaba expresado en griego, que fue la lengua que acabó imponiéndose en este imperio hasta sucumbir frente al empuje otomano.

Seguramente nadie de los que hayan leído el libro de Herrin viajará a Turquía y la verá con los mismos ojos que antes de esta lectura. La influencia de Bizancio en Europa se muestra con fuerza. Lo mismo que su progresivo declive a medida que la Europa bárbara se hace fuerte, reconstruye sus propias instituciones, eleva su cultura y organiza su ambición de poder. El saqueo de Bizancio y su ocupación por parte de los ejércitos cruzados expresan el repudio de los propios cristianos al imperio de Oriente. Ese mundo griego y ortodoxo del este de Europa dejó de ser reconocido como propio y pasó a ser objeto de la codicia de los reinos de occidente como lo era también de los turcos que lo asediaban.

Pero la distancia que los siglos fueron creando, no impide -como bien muestra Herrin- que rasgos fundamentales de la cultura, las tradiciones, los intereses y la historia fueran compartidos entre los dos extremos de Europa. Y no puede evitar tampoco que la Turquía laica y a la vez musulmana de hoy sea en muchos aspectos hija de este imperio que hunde sus raíces en Roma.

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