Colin Thubron
RBA, 2012
253 pp.
Colin Thubron es uno de los grandes de la literatura de viajes contemporánea. La Ruta de la Seda, China, las repúblicas asiáticas que nacieron tras la desintegración de la URSS, Rusia, Siria, Líbano, Turquía, Chipre… fijaron su atención y orientaron sus viajes. Y terminaron siendo objeto de algunos de sus libros.
He señalado que Thubron es un autor contemporáneo porque entre los más reconocidos de la literatura viajera destacan los escritores de la primera mitad o de mediados del XX y son muy pocos los escritores actuales y en activo. Thubron, que para más señas fue condecorado con la Orden del Imperio Británico en 2008, sigue escribiendo y Hacia una montaña en el Tíbet no es una reedición sino un libro totalmente nuevo y actual. Aunque en la lectura aparezca un mundo anclado en el tiempo y que en buena parte pudiera ha ver sido escrito muchos años atrás, de lo que nos habla es de hoy, de un mundo vivo todavía.
Había que situar a Thubron porque éste es un extraño libro de viajes. Además de lo que el autor descubre en el curso de su aventura, el lector –y el autor también- percibe a lo largo del relato un fin de ciclo. Estamos ante lo que es también un acontecimiento vital singular que penetra en el viaje y da un relieve especial a la narración.
El viaje que emprende Thubron es, ni más ni menos, hacia el monte Kailash, una cima aislada, de poderosos perfiles, situada al norte de los Himalayas, en tierra tibetana y que es profundamente sagrada tanto para hinduistas como para los budistas. Digo profundamente sagrada porque inspira una devoción extrema, rodeada de respeto, temor y arrebato en millones de personas y en millares de peregrinos que acuden a ella en medio de sacrificios enormes.
Thubron, acude, por supuesto, al Kailash desprovisto de devoción. Pero decide el destino porque apuesta por la emoción. Elige un lugar tan cargado de significados, tan antiguo en sus mitos, tan duro de alcanzar, que el viaje hasta él obliga a dejarse llevar por emociones que acaban despertando los más hondos sentimientos de la propia vida. El viaje no es fácil. Se inicia en un punto perdido en Nepal, a pie. Y se desarrolla al ritmo lento del caminar por senderos, en medio de una geografía avasalladora.
Lentamente Thubron describe la belleza del paisaje, la singularidad de su aislamiento, su extraña realidad. Pero destaca su dureza y la miseria que impone a todos cuantos viven, con precariedad extrema, en su suelo. Soledad, sacrificio, encierro son las condiciones de vida que se han mantenido durante siglos y que sostienen en la conciencia de los habitantes una espiritualidad compleja, cargada de mitos, donde demonios, dioses locales, chamanes, ritos y creencias se mezclan con el budismo o el hinduismo que llegaron en tiempo inmemorial.
Las sensaciones de este raro viaje se van componiendo de reflexiones sobre el padre fallecido, sobre los recuerdos llevados de la India a Inglaterra que abren un espacio a la melancolía y también al encuentro consigo mismo.
Pero el relato evoluciona. Penetra en el complicado laberinto de las creencias locales que conectan con esa lógica difusa de los mundos trascendentes llenos de divinidades y de acontecimientos que como las muñecas rusas contienen en su interior esencias contradictorias que emiten reflejos cuya interpretación ha ido creando sectas, doctrinas y maestros en una amalgama inabarcable.
Thubron observa. “Me intriga la ligereza y carencia de necesidades (de los monjes). Su falta de posesiones me parece al mismo tiempo un indicio de libertad y una reducción patética. Sus risas optimistas me siguen valle arriba, pero no los envidio”. Advierte de las diferencias entre el universo budista, no cruel, pero invadido por dioses y demonios tomados de creencias más antiguas y el universo hindú, hecho de destrucción y de sacrificios crueles. Pero se deja llevar por la dureza del viaje, por la altura, por el choque que representa la llegada al Tíbet chino, por los encuentros con peregrinos que acuden a la montaña sagrada y se ve él mismo desbordado.
La geografía imponente del Kailash, sus paredes sobrecogedoras, el frío, la altura, el sacrificio de vencer las pendientes que lo rodean pesan sobre el caminante. Lo mismo que pesan el espectáculo de los peregrinos entregados a su devoción y el contenido místico que acompaña a cada piedra, a cada curso de agua, a los lagos, a las aristas a las cuevas de la montaña y a cualquier accidente cargado de una santidad extrema.
Si el viaje se inicia con lentitud, la presencia del Kailash acelera el relato. Impone un clímax que desborda el tono terrenal en que se mueven las etapas anteriores. El enrarecimiento del aire o la densidad mística del Kailash parecen disolver las verdades nacidas del mundo físico y abrir una mirada más lúcida y llena de maravillas. En las pendientes de Kailash la realidad se trastoca. “En un corto sendero (…) la huella del pie de un maestro tántrico se mezcla con la de cinco familias de danzarinas celestiales, y a una imagen creada por si misma de la consorte de Demchog, le sigue la de un protector airado. Luego está el pezón petrificado de una diablesa y una cueva sagrada para Avalokitesvara, que cura la lepra, y por fin las huellas en piedra de los lamas kagyupa, a las que el autor, de alguna manera, añade las suyas.”
El viaje de Thubron se desdobla y va abriendo a lo largo de su curso dimensiones nuevas. Podía haber sido el relato testimonial de un extraño en el esforzado periplo por las tierras altas de Nepal y Tíbet hasta alcanzar el Kailash. Pero al emprenderlo en soledad, con el apoyo solamente de un guía y un porteador, dejando la puerta abierta a la reflexión y al encuentro consigo mismo, Thubron dirige también la mirada hacia un universo espiritual tan sólido como el universo físico.
Poco a poco, paso a paso, Thubron se aproxima a su objetivo hasta alcanzarlo y en su viaje conduce al lector a un mundo desconocido y lejano cuyas distancias no se miden ya en kilómetros sino en universos.
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