Flann O’Brien
Nordica Libros, 2011
406 pp.
Si hubiera que buscar un decorado para mostrar Irlanda habría que pensar en un paisaje de colinas y de verdes praderas. Pero si se buscara el decorado para una escena de interior, sin duda habría que elegir un pub. El pub es el ambiente cálido y también alborotado donde crece la conversación con una cerveza o un whisky en las manos. Una conversación diaria, sobre temas que se encadenan a lo largo del tiempo y se desenvuelven como si tuvieran vida propia. Sobre temas convencionales y también absurdos, porque exprimirlos un día tras otro acaba por someterlos a las convenciones propias de los tertulianos, hartos de escucharse unos a otros y a los que hacen falta pocas explicaciones para meterse en la conversación.
Bueno, sin necesidad de entrar en el pub, éste es el trasfondo del libro de Flann O’Brien cuyo contenido fue apareciendo en el periódico desde 1940, en forma de columna diaria durante muchos años y, algo menos que diaria, hasta 1966. Un largo espacio de tiempo para desgranar esta verborrea propia de los parlachines vocacionales que no necesitan de grandes excusas para liar la hebra y sostenerla con maestría buscando el entretenimiento de la parroquia.
Parroquia la tuvo de sobra Flann O’Brien, autor de teatro reconocido, además de funcionario y de tipo mordaz y divertido como escritor en el periódico. Porque su gran mérito fue, justamente, reproducir en sus monólogos la forma de hablar –y al decir forma hay que extender el concepto y hasta casi el fondo- de los irlandeses comunes. El lenguaje provinciano, por no decir chabacano, entra en sus discursos como un guiño de humor y también de crítica. Y los temas con segundas intenciones o directamente impropios para el lugar y la época florecen con asiduidad y seguramente con regocijo por parte de los lectores de entonces. Lo suyo eran columnas cortas, sobre asuntos en apariencia intrascendentes, pero que, según parece, debía revisar la dirección del periódico para no meterse en líos con alguna autoridad o institución.
El libro recoge una selección de artículos, lógicamente de los más enjundiosos. Y para hacer boca arranca con referencias a la Asociación Irlandesa de Escritores, Actores, Artistas y Músicos que, sin duda, debió ser una institución importante y celosa de su buen nombre. Puede imaginar el lector que la referencia no es para alabarla sino más bien para despojarla de sus oropeles y con ella a sus asociados entre los que se debía contar a la flor de la intelectualidad irlandesa. Flann O’Brien, colega para más escarnio del gremio de los autores, no se corta un pelo con toda clase de ocurrencias que, más que propias de un escritor de oficio, parecen de un deslenguado arrebatado por su discurso y por el dominio de la ignorancia antes que por el de la razón.
Los temas van saltando de unos a otros llevados de la mano de quien busca el disparate arropado en la apariencia de una conversación popular. Los inventos y ocurrencias son numerosos. La propuesta de crear el oficio de maltratadotes de libros para que, tras el manoseo desalmado de una biblioteca entera, sus propietarios puedan fingir que los han leído ocupa un buen número de páginas desarrollando el tema en profundidad y observándolo desde todos los ángulos.
El huevo, así, tal como suena, es también objeto de una larga perorata donde se discuten sus peligros y salen a relucir toda clase prejuicios reales o inventados que lo desaconsejan en una dieta sana. La utilidad de acompañantes de alquiler para llevarlos al teatro y simular conversaciones supuestamente inteligentes para deslumbrar a los vecinos de palco o la idea de desplegar en banderolas el texto que deben recitar los actores para no tenerse que aprender los papeles o para que los espectadores puedan leerlos y no tener que aguantar en las butacas hasta el final de la obra van componiendo este abanico de propuestas cuya ficción tampoco está tan alejada de la realidad ni del concepto que los lectores deben tener de sus semejantes.
La sátira en melodía costumbrista es lo que reparte O’Brien en su Gente corriente de Irlanda y lo que retrata, aunque de forma muy particular, a una sociedad. Es muy probable que para el lector de hoy esta sátira haya perdido fuerza. Seguramente la Irlanda actual se reconocería mal en la imagen y en los tics que traslada el autor a sus columnas del periódico. Y seguramente, el humor también ha cambiado. La contraportada del libro habla de un contenido divertidísimo que resulta tanto de la agudeza como de la inverosimilitud de los temas que trata. En mi opinión no es para tanto. No es un libro para la carcajada ni para las grandes sonrisas, aunque sí es cierto que es ocurrente y que llega a sorprender con algunos de los disparates que se le ocurren a O’Brien y con los que mantiene viva la atención de su tertulia de lectores.
La gente corriente de Irlanda es un libro típicamente irlandés. Retrata a un país y a una época. Y entretiene todavía al lector animadamente como entretuvo a los lectores de The Irish Times, el periódico que soportó y que dio voz a sus intencionadas fantasías durante tantos años.
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