viernes, 17 de noviembre de 2017

El imperio de la luna de agosto. Auge y caída de los comanches

El imperio de la luna de agosto. Auge y caída de los comanches


S.C. Gwynne
Turner
488 pp.

Al hablar de los comanches, Gwynne abre los ojos al lector ampliando la mirada sobre Norteamérica, mostrandole una parte de su cara oculta y ayudándole a comprender un poco mejor las raíces y el presente del país que ha conseguido convertirse en el más poderoso en el mundo.


S.C. Gwynne
Turner
488 pp.





¿Si hubiera vida en la luna, tendría interés conocer qué ocurre en su cara oculta?  Seguro que sí. Y con la historia, podemos decir que ocurre lo mismo. La historia tiene sus caras ocultas y no por ello menos reales. Tiene sus agujeros negros que se han tragado acontecimientos, conflictos y pueblos enteros cuyo rastro se ha difuminado hasta casi desaparecer.

Los indios norteamericanos se han convertido en un capítulo importante de ese mundo no visible de la cara oculta de la historia. Una historia marcada por el éxito extraordinario del país donde vivieron, los Estados Unidos de América, y por el olvido donde han caído tanto sus pobladores originales como las abrumadoras penalidades que sufrieron cuando los hombres blancos procedieron incontenible y metódicamente a ocupar sus tierras.

Terminadas las guerras y colonizado el país entero, después de empujar 'la frontera' hacia el oeste hasta alcanzar el Pacífico, los indios se hicieron invisibles, fueron el vecino despreciado e incómodo. Su pasado quedó encerrado en el género de las películas de vaqueros y la gloria y la razón quedaron depositadas en los esforzados granjeros y aventureros que representaban al mundo civilizado. Hoy, para el ciudadano común, para los herederos de esa época de conquista y de civilización del gran solar norteamericano, los indios se han visto reducidos a una minoría marginal, por no decir arrasada, con la tranquilizadora excepción de unas pocas comunidades que supuestamente consiguieron nadar en los dólares procedentes del negocio de los casinos en que convirtieron las tierras que heredaron de la vieja tribu.

Gwynne vuelve su mirada hacia esta parte oculta de la historia para rescatar el tramo final y abrupto de una civilización que vivió aislada, envuelta en sus tradiciones y en sus modos de vida, hasta la llegada de los primeros colonizadores europeos. Pero es mucho hablar del pueblo o de los pueblos indios cuando fueron tantos y tan variados en costumbres y en organización social los que ocuparon Norteamérica. Los indios fueron en realidad un racimo de poblaciones divididas en grandes tribus ramificadas a su vez en comunidades y en bandas de lo más diverso aisladas unas de otras y a menudo en guerra entre sí.

Los comanches son la tribu que ocupa el interés de Gwynne y a la que dedica el libro. Son la poderosa tribu que ocupa las praderas del centro y el sur de lo que hoy es Norteamérica. Una tribu separada del exterior por una barrera geográfica que la aísla y defiende del resto del mundo de un modo natural y ocupando un inmenso territorio donde sus diversas ramas campan a sus anchas desplazándose de un lugar a otro a lo largo del año y viviendo de las extraordinarias manadas de bisontes de cuya caza extraían sus medios de vida.

Gwynne no es un nostálgico ni un moralista. Y su intención no fluye en la dirección de la antropología que busca reivindicar al buen salvaje. Lo que pretende es proyectar una mirada actual sobre lo que se puede definir como un desequilibrado choque de civilizaciones cuyos términos sólo se pueden observar en su totalidad con el paso del tiempo.

Hablar de los comanches es hablar también de los colonos venidos de Europa. Y exponer los argumentos de unos obliga asimismo a exponer los de los otros para componer los términos de un enfrentamiento sin compromiso posible. Es cierto que a los comanches les corresponde en el libro un protagonismo mayor del que tienen los colonizadores blancos. Pero no es una preferencia gratuita del autor la que les concede una mayor relevancia. Es el desconocimiento que ha habido sobre ellos, sobre sus comportamientos, sobre sus modos de vida y sobre su particular carácter lo que obliga a prestar especial atención a su mundo y a ponerlo al mismo nivel del mundo de los blancos, que conocemos tan bien, para enfrentar uno y otro.

En alrededor de veinte años, los comanches pasaron de tener su máximo poder a convertirse en una tribu depauperada, diezmada por las enfermedades, las guerras contra el ejército y las partidas norteamericanas y por el hambre. Estamos en la segunda mitad del siglo XIX.

La comanchería, un amplísimo territorio de praderas había alcanzado su máxima extensión gracias al coraje y al poder guerrero de las bandas indias que la poblaban. Los comanches habían destacado sobre los demás indios por su capacidad de montar y guerrear a caballo. Fue ésta una diferencia circunstancial porque el caballo llegó a América con los españoles y tardó un tiempo en difundirse fuera de sus propiedades. Hubo que esperar a que el ejército de la Corona de España perdiera algunos animales en combate o que pequeños robos llevaran a territorio indio algunos ejemplares para que el caballo se extendiera en el mundo de las praderas.

Otros indios asistieron a la llegada a América de los caballos, pero sólo los comanches los asimilaron y los convirtieron en puntal para un nuevo modo de vida. Y sólo los comanches desarrollaron el cuidado de los caballos y el entrenamiento militar como un modo de afrontar la relación con su entorno. Los comanches, en la época de enfrentamiento más agudo con el hombre blanco habían derrotado ya a los apaches con quienes se habían enfrentado en una guerra de exterminio. En su educación, desde muy jóvenes, los comanches aprendían a cabalgar y a manejar el arco con una destreza como ninguna otra tribu y con una eficacia que superaba a la de los militares americanos atrapados todavía en las reglas de las guerras napoleónicas. A caballo, los comanches superaban a las partidas que defendían los fuertes establecidos en la frontera y hacían de su territorio un santuario inviolable y desconocido para los extraños.

Pero había más. Los comanches eran maestros en el manejo de lo que ahora llamaríamos terror. Su crueldad en la batalla o en las expediciones de ataque era tal que el hombre blanco quedaba desconcertado ante la orgía sanguinaria de los indios de las praderas. Las peores torturas, la decapitación, el arranque de las cabelleras, las mutilaciones eran moneda común en las incursiones comanches. Y eran un argumento añadido en la creación de la imagen del indio como un ser inhumano, dotado de una conciencia moral perversa, al que había que derrotar por cualquier medio.

Es difícil, en la Norteamérica de hoy, hallar el rastro de unas poderosas comunidades que reinaron en su territorio hasta bien avanzado el siglo XIX. La historia de los indios quedó suplantada por la de los colonos blancos que fueron quienes escribieron la historia de la creación de los Estados Unidos y quienes vieron en la construcción de su propio país algo nuevo y heroico sin más protagonistas que ellos mismos, su sacrificio y el enorme esfuerzo desplegado por dominar cualquier adversidad que se opusiera al avance de la civilización de la que eran portadores.

Gwynne nos abre los ojos ampliando nuestra mirada sobre Norteamérica, mostrando al lector una parte de su cara oculta y ayudándole a comprender un poco mejor las raíces y el presente del país que ha conseguido convertirse en el más poderoso en el mundo.

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