viernes, 31 de diciembre de 2010

Mani. Viajes por el sur del Peloponeso


Mani. Viajes por el sur del Peloponeso
Patrick Leigh Fermor
Acantilado, 2010
404 pp.

Al sur del Peloponeso tres penínsulas se descuelgan y señalan el camino hacia África. La del centro, la más meridional es Mani...


Patrick Leigh Fermor
Acantilado, 2010
404 pp.






Al sur del Peloponeso tres penínsulas se descuelgan y señalan el camino hacia África. La del centro, la más meridional es Mani. Se trata del extremo sur de Europa, de la lengua de tierra en cuya punta se encuentra el cabo Matapán que los geógrafos identifican como el punto de latitud más baja del continente.

Patrick Leigh Fermor enamorado de Grecia decide escribir sobre el país. Forma parte de la generación de viajeros cultos de raíz inglesa que viajan al Mediterráneo para quedarse, si no para siempre, al menos el tiempo suficiente para empaparse de su cultura y de sus formas de vida que ven a punto de cambiar definitivamente. Nuestro autor, al final de los años 50, ve a Grecia como a una especie en extinción.

Patrick Leigh Fermor ha recorrido el país entero y se dispone a escribir un libro que saque a la luz su profundo atractivo.

“Todo en Grecia es cautivador y gratificante –cuenta-. Apenas hay un peñasco o un riachuelo sin una batalla o un mito, sin un milagro, una anécdota lugareña o una superstición; y conversaciones o incidentes, en su mayoría curiosos o memorables adquieren densidad en torno al camino del viajero, a cada uno de sus pasos.”

Pero el tema se le va de las manos, porque conoce demasiado y disfruta de cada momento con tanto detalle que la escritura se le alarga. Y de la minúscula península de Mani que hubiera debido ocupar una pequeña parte, sale un libro entero, cargado de asuntos diversos en los que el autor se entretiene sin prisa, como se entretiene la conversación de las gentes que encuentra sentadas al sol alrededor de unas tazas de café o de unos vasos de ouzo.

El objetivo de Patrick Leigh Fermor es “descubrir lo que queda de vivo de la Grecia tradicional, que pudo mantenerse por su relativo aislamiento y está a punto de desaparecer.” Por eso, dice, su libro es lo opuesto a una guía. Ninguno de los grandes monumentos de la civilización griega está en peligro. Lo que reclama su atención es lo intangible.

Nos habla el autor, de los nombres de familias y personas que derivan todavía de los bizantinos. Nos habla, de las supersticiones que arraigan en los pueblos y que mantienen la creencia en el mal de ojo y en los demonios. Emergen en el texto recuerdos de la guerra civil que enfrentó al país a finales de los 40, y referencias a la monarquía y a la cuestión de Chipre, tan viva en esa época.

Asoma la relativa juventud del estado griego moderno con menciones a la guerra de la independencia y al sentimiento de resurgir griego que floreció a finales del XIX. Resuenan en alguna parte los ‘años oscuros’ bajo dominación turca en que Grecia pareció eclipsarse y quedó en el recuerdo como tierra dominada por eslavos.

Patrick Leigh Fermor recorre Mani a pie buena parte de las veces, se encarama en sus duras montañas y bordea la costa también moviéndose entre pueblos que miran al mar y entre pastores que resisten tierra adentro. Siempre saboreando el aislamiento de este rincón del mundo y la hospitalidad de las gentes, atentas y curiosas ante la llegada del viajero.

Mani no es un libro para prisas. Todo es lento en él, como el paso del tiempo en la tierra de la que habla. Los cambios son de matiz. El autor es despacioso en su viaje y su relato lo es también. Lo que debía ser un panorama sobre una Grecia extensa y variada se convierte en una mirada pausada sobre un territorio minúsculo en cuya aridez destaca la riqueza que se descubre cuando lo que cuenta es la profundidad del tiempo.

Nada ha cambiado de la geografía dura del Peloponeso del que nos habla Patrick Leigh Fermor. Más visitada por los turistas, mejor comunicada, sigue siendo hoy una península aislada y sigue conservando trazos del carácter del que quiso dejar constancia el autor. Para un lector sin prisas, dispuesto a dejarse llevar por ese Mediterráneo profundo y azul con el que se identifica Grecia, Mani le abrirá los ojos y le ayudará a conocer el país. Le llevará de la mano en un viaje que hoy podría hacerse todavía si se cuenta con las claves que nos da un autor tan extraordinario como Patrick Leigh Fermor.

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miércoles, 22 de diciembre de 2010

Unos días en el Brasil (Diario de viaje)


Unos días en el Brasil (Diario de viaje)
Adolfo Bioy Casares
La Compañía, 2010
82 pp.

No sé si puede llamarse libro a un texto que no ocupa más que 82 páginas. Digamos que se trata de un librito, pero de un librito excelente, amenísimo y suelto en el que el autor se despacha con una libertad que hace de la lectura un gozo...



Adolfo Bioy Casares
La Compañía, 2010
82 pp.





No sé si puede llamarse libro a un texto que no ocupa más que 82 páginas, que incluyen un prefacio y un posfacio -que no son del autor-, unas páginas de breve presentación y unas cuantas de fotografías -éstas sí del autor.

Digamos que se trata de un librito, pero de un librito excelente, amenísimo y suelto en el que el autor se despacha con una libertad que hace de la lectura un gozo.

No hay duda de que en el texto lo principal es Bioy Casares, pero Brasil y la forma de diario de viaje, tal como reza el título, lleva a darle cabida aquí. Está claro que en la literatura de viajes hay dos registros: el de los viajeros que viajan por viajar y el de los que van a otra cosa. El caso de Bioy Casares es el segundo. Va -se cuela en realidad- en la delegación del PEN Club de Argentina que asiste al Congreso que en 1960 tiene lugar en Río de Janeiro. Y de esta corta experiencia tan enmarcada en el mundo de la literatura y en un acontecimiento tan formal nace este libro.

Bioy es un rebelde y casi un aristócrata. Exquisito, elegante, apuesto, va por libre en la vida y esa libertad que se toma es la que le hace opinar con malicia y lucidez. Brasil le sirve para comparar con Argentina y como argentino, en lugar de cargar las tintas sobre el vecino del norte mira a su propio país y no le ahorra críticas. Ve a Brasil orientado hacia el futuro, positivo, integrador de cuanto tiene a mano para sacarle provecho. Y a su lado denuncia que Argentina se estanque en la crítica, sea prisionera del pasado y del presente y, satisfecha de sí misma, rechace perspectivas distintas que puedan ponerla en el camino del progreso.

¿Profético en su diagnóstico? Simplemente observador y despegado de lealtades inútiles. La mirada de Bioy es rica para jugar con esta mezcla de tradiciones y de trayectorias que forman Brasil y Argentina. Y al lector el relato se le antoja en numerosos puntos malicioso porque Bioy va de sobrado, como se diría ahora. Ejerce de señorito que critica sin pudor pero que no se excede, que queda en el entorno de la ironía cómplice, de una mala educación cuidadosamente administrada y que no hiere.

Al hablar de Brasilia, que visita cuando está aún en construcción, se despacha diciendo que fotografió las “casas del peor (…) Le Corbusier”. Y al hablar de los norteamericanos con los que se cruza en el hotel no se corta poniéndolos a caldo sin matices: “Los norteamericanos (…) –por la fealdad de los trajes nadie duda de que se trata de norteamericanos o de rusos- pasan sin mirarme, sin dar las gracias, como reyes de pantalones bolsudos, seguros de sus derechos. Esta seguridad no proviene de la fuerza del país, sino de la estupidez del individuo.”

Fino e irónico, amigo de Borges, seguramente intratable, Bioy está en la cumbre y juega para sí con la displicencia. Porque en realidad, este diario de viaje no estuvo hecho para publicarse. Lo guardó entre sus papeles y lo editó a su costa para obsequiarlo a los amigos años más tarde. La edición que ahora sale a la luz es casi la de un escrito personal y por consiguiente sin la contención de un texto destinado a ir a la imprenta. La portada del libro señala que se trata de una exquisitez. Lo es en efecto. Una exquisitez extraordinariamente amena, vivaz y con los reflejos de un Brasil y una Argentina que destacan bajo la luminosa mirada de un maestro de la literatura.

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jueves, 16 de diciembre de 2010

Tren fantasma a la Estrella de Oriente


Tren fantasma a la Estrella de Oriente
Paul Theroux
Alfaguara, 2010
671 pp.

Theroux es uno de los grandes de la literatura de viajes y en Tren fantasma a la Estrella de Oriente lo confirma. A cualquier aficionado a este género, la lectura del libro le resultará en extremo gratificante....


Paul Theroux
Alfaguara, 2010
671 pp.







Theroux es uno de los grandes de la literatura de viajes y en Tren fantasma a la Estrella de Oriente lo confirma. A cualquier aficionado a este género, la lectura del libro le resultará en extremo gratificante. Y a un lector menos inclinado al asunto de los viajes, seguro que también. En una reseña acostumbra a recomendarse la lectura de un libro al final, en el capítulo de las conclusiones. Saltándome la norma, voy a hacerlo al principio, para que quien prefiera no seguir leyendo sepa a qué atenerse.

¿Y cuál es el secreto de Theroux? Pues, probablemente que es un excelente escritor. Y ser un excelente escritor es una condición que combina el talento para manejar bien tanto el lenguaje como las ideas. Theroux juega con uno y otras con soltura y construye un libro que cuesta dejar de leer. Un libro grueso, de los que requieren tiempo desde que se empieza hasta que se llega al final. Pero importa poco, porque la lectura, como el viaje mismo, hay que hacerla paso a paso y admite el permitirse paradas para descansar o para reflexionar a lo largo del recorrido.

Theroux hace en Tren fantasma a la Estrella de Oriente un ‘remake’. Regresa al camino que recorrió treinta años atrás cuando escribió En el Gallo de Hierro. Pero lo que podría ser una repetición ampliada resulta un libro totalmente nuevo porque ha cambiado el autor y también el mundo. En El Gallo de Hierro había un Theroux joven, tenso y poco predispuesto a disfrutar, según el mismo reconoce. Ahora el autor emprende el viaje con sosiego, con mirada más tranquila y con más experiencia también. Se reconoce más de acuerdo consigo mismo, más próximo y seguramente más en paz con cuanto le rodea.

Su itinerario arranca de Londres y no terminará hasta regresar a casa después de alcanzar Japón y de tomar de vuelta el Transiberiano. Viaja sobre todo en tren, pero también en autobús y en coche y en avión cuando no hay más remedio y a medida que avanza en su camino nos va contando, un poco de todo. Nos ofrece un relato que tiene que ser necesariamente variado porque los lugares por los que transita lo son y de un extremo de Europa al otro extremo de Asia el abanico de escenarios es enorme.

Pero además porque ese Theroux que se viste de simple viajero no es un personaje cualquiera. Primero, además de escritor de viajes, es un novelista singular y su escritura posee una extraordinaria habilidad para componer situaciones y escenas que ponen al lector en contacto directo con aquello de lo que habla y le transmiten sensaciones tanto como informaciones. Segundo, porque siendo un personaje famoso tiene acceso a personas o a lugares que no estarían al alcance de cualquier escritor. El encuentro con Pamuk, por ejemplo, en Turquía, es del mayor interés. Tercero, porque posee una mirada amplia y buen conocimiento de la historia y de los asuntos de actualidad y goza de esta habilidad del viajero curioso que le lleva a preguntar a la gente y a introducirse en lugares recónditos para extraer de ellos información y también opinión que da color a su relato.

París con manifestaciones en la calle, primero, Budapest y luego una Rumanía decrépita, Turquía sorprendentemente viva y contradictoria, Georgia atenazada por el pasado a pesar del espejismo modernizante de la capital, Azerbayán encajado entre países poco amigos en ese espacio difícil que es el Cáucaso, Turkmenistán con un régimen tan censurable como disparatado, Uzbekistán… Países y más países desfilan en el libro y todos ellos con aproximaciones distintas que dan a la lectura variedad y al lector la oportunidad de asomarse a mundos siempre diferentes.

Diría que Tren fantasma a la Estrella de Oriente ha pasado entre nosotros de manera algo desapercibida. No hubiera debido ser así porque es un libro excelente, una buena ocasión para conocer el mundo a través de un magnífico escritor y una magnífica oportunidad para disfrutar leyendo. ¿Hacen falta más argumentos para recomendar un libro? Seguro que no.

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martes, 7 de diciembre de 2010

La tragedia del Congo


La tragedia del Congo
G.W. Williams, Roger Casement, A. Conan Doyle y Mark Twain
Ediciones del Viento, 2010
419 pp

La última novela de Vargas Llosa, El sueño del celta, ha puesto de actualidad el asunto del Congo y ha desvelado a los lectores de hoy una catástrofe olvidada y de enorme magnitud...


G.W. Williams, Roger Casement, A. Conan Doyle y Mark Twain
Ediciones del Viento, 2010
419 pp.






La última novela de Vargas Llosa, El sueño del celta, ha puesto de actualidad el asunto del Congo y ha desvelado a los lectores de hoy una catástrofe olvidada y de enorme magnitud. Y por ello mismo ha dado fuelle a este libro, La tragedia del Congo, que documenta de manera precisa una parte sustancial de lo que el reciente Nobel cuenta desde la óptica mucho más libre del novelista.

Los aficionados a la literatura de viajes sabíamos de ese Congo del s.XIX por la impronta que dejó en nuestra imaginación El corazón de las tinieblas, un alegato extremadamente duro. Tan duro e incomprensible que se instalaba en el terreno de la irrealidad, de los mundos de ficción ante tanta crueldad y opresión como destilaba el texto.

El libro del que ahora hablamos es todo lo contrario en cuanto a sensaciones, aunque no en lo que se refiere a la realidad de la que habla. Es todo "luz y taquígrafos", porque los autores, salvo Mark Twain, actúan de notarios y elevan informes en los que buscan claridad. Quieren detener el horror, juntar pruebas y denunciar del modo más eficaz posible un atentado contra la humanidad que exige testigos solventes y claridad en las explicaciones. Las evidencias del desafuero son abrumadoras y el sufrimiento de la población negra inmenso.

En diez años, de 1893 a 1903 la población de Botumu paso de 500 a 80 habitantes, la de Ngombe de 500 a 40, la de Irebu de 3.000 a 60, la de Boboko de 300 a 35, la de Nwebe de 700 a 75... y así hasta agotar el nombre de pueblos y ciudades. ¿Y donde están las personas que faltan? Murieron o desaparecieron como consecuencia de la colonización.

¿Estamos ante un libro curioso sobre la rebelión de algunos intelectuales frente a un hecho que pasó a la historia? No, La tragedia del Congo es mucho más que eso. Habla de una catástrofe cuyos efectos se prolongaron a lo largo del tiempo. Se refiere a un viejo acontecimiento que presenta una viva actualidad para el lector. Cuenta cómo fue la colonización. Cómo era la vida en los países africanos cuando llegó el hombre blanco. Habla de países y de gentes de los que nos separan solo cien años. Habla, tanto como de historia, de la más pura actualidad. Escarba en las raíces que dan sentido a ese lamento o a ese reproche que afirma que "de aquellos polvos estos lodos".

Cuatro autores se reúnen en este libro para componer un sólido abanico de denuncias. Cada cual con su estilo y todos ellos de interés. El primero es G.W. Williams, militar norteamericano, negro y universitario -toda una excepción en la época- que escribe al rey Leopoldo de Bélgica después de haber visitado la colonia. Escribe a la máxima autoridad, que es al mismo tiempo el máximo instigador del atropello, su primer responsable. Lo hace sin pasión, ciñéndose a los hechos, con el respeto debido a un superior, y sin concesión alguna al apaciguamiento. Es la objetividad en estado puro y la denuncia fría y literal.

Casement, el segundo de los autores, es el protagonista de la novela de Vargas Llosa. Pero en el libro que nos ocupa es un personaje bien real. Cónsul de la Gran Bretaña escribe un extenso informe oficial sobre los desafueros de la colonización belga. Pretende acopiar datos para una intervención de su gobierno y para una movilización internacional. Destaca los horrores, habla con la gente, cita nombres, transcribe conversaciones, detalla atropellos terribles -torturas, mutilaciones, secuestros y encarcelamientos, quemas de pueblos enteros, robos- y toda clase de calamidades…

Conan Doyle vuelve sobre el tema. Pero no es una repetición de lo anterior lo que cuenta. No es una denuncia al rey causante de los estragos, ni un informe al gobierno para que intervenga. Elabora los hechos, y saca a la luz lo que ahora definiríamos como causas estructurales de este episodio de la colonización tan exageradamente perverso. Como nota curiosa, habla con respeto de quien fue la mano derecha del nefasto rey Leopoldo, el famoso explorador Stanley que entró en la nómina de colonizador para negociar con los indígenas contratos que eran en realidad expolios, dejándose sorprender, según Conan Doyle, en su buena fe.

Y por último, el libro recoge un texto de Mark Twain, que en tono de ficción recrea un soliloquio de Leopoldo, enloquecido y consternado por lo que ocurre y por la magnitud de lo que le reprochan como dueño de esa colonia -en realidad, posesión personal - que era el Congo.

Casi todo el mundo conoce la época dorada de la colonización europea de África. Pero han sido muy pocas las noticias concretas sobre cómo se desarrolló y aun menos las que documentan la magnitud de la tragedia que supuso. El caso del Congo ha pasado a la historia por ser de una crueldad extrema. Pero es el espejo que con matices refleja también la historia de una buena parte de África. A pesar de su dureza, La tragedia del Congo es un libro ameno y con el atractivo de descubrir una realidad que no nos es nada ajena. Su lectura está llena de interés y es más que recomendable.

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