Haruki Murakami
Tusquets, 2014
560 pp
Las circunstancias extremas difícilmente reflejan la realidad de un país. Pero hay que reconocer que ponen de relieve muchos rasgos que en situaciones normales pasarían desapercibidos y que constituyen componentes importantes de su carácter y de su identidad.
Esta advertencia tiene sentido cuando hablamos de Underground, el libro que Murakami dedicó al tremendo atentado que se produjo en el metro de Tokio con gas sarín y que representó un trauma para el país entero, además de para aquellas personas que se vieron afectadas directamente por el suceso.
En 1985, por la mañana, en un día soleado, un pequeño grupo de personas adeptas a la secta Aum, en una operación coordinada, liberaron en varias unidades del metro un gas extremadamente venenoso que afectó a quienes en estos momentos se dirigían a sus trabajos y a los empleados que sin saber lo que estaba ocurriendo se pusieron en contacto con el gas.
Muertos y heridos en mayor o menor grado fueron atendidos en medio de una importante confusión ante un hecho tan inesperado como insólito frente al cual no había experiencia anterior.
Murakami, que también había dedicado su atención al terremoto de Kobe, cambia esta vez su mirada y abandona la ficción para centrarse en la más estricta realidad. Quiere entender qué ha pasado, cómo pudo ocurrir y qué secuelas ha dejado en quienes vivieron el atentado de cerca. Casí podría decirse que se convierte en notario en su afán de ajustarse a la realidad y de no contaminarla con opiniones propias y con juicios ajenos. Murakami escucha y toma nota. Poco más.
Con la apariencia de ser un trabajo simple, el bucear en la tragedia resulta complejo y delicado al mismo tiempo. No es fácil que todo el mundo quiera hablar ni que todos deseen o estén en condiciones de contar la verdad. Algunas personas están gravemente traumatizadas y simplemente quieren enterrar cualquier recuerdo que las haga regresar a aquel día negro. Otras, sienten miedo de ser objeto de un nuevo ataque y declinan colaborar en la investigación. Otras, por fin, son poco fiables y Murakami quiere hacer una selección de personas que le permitan trabajar con rigor.
¿Y cuál es el resultado? El resultado es un extenso abanico de entrevistas a gente normal enfrentada a una situación absolutamente excepcional que se ha colado de repente en sus vidas y que las ha desplazado de su cotidianidad de forma violenta y las ha herido profundamente.
Que se trate de gente normal es lo más llamativo y lo más revelador. En la conversación con Murakami hablan de sus vidas y de sus reacciones inmediatas ante lo imprevisto. Y hablan también de quienes en la calle, sin comprender nada de la catástrofe, pasan de largo sin prestar atención a los heridos por la inhalación del gas. Hablan de su compromiso con el trabajo, del sentido de responsabilidad, de la fidelidad hacia sus compañeros, del modo como han digerido su papel de víctimas y la existencia de culpables plenamente identificados.
Pero no sólo hablan las víctimas. Habla también un experto en el tratamiento de los efectos sobre la mente de los traumas severos que anidan en quienes han sufrido experiencias negativas de intensidad excepcional que ni su cerebro y su cultura están preparados para digerir.
Y sobre todo hablan algunos exadeptos de la secta Aum cuyos dirigentes promovieron el atentado. De nuevo, se trata de gente normal, con inclinaciones religiosas o místicas, pero siempre personas aparentemente integradas en la sociedad, con trabajos, carreras universitarias y familias perfectamente estructuradas. Para muchas de ellas, el Japón de la burbuja económica, del enriquecimiento rápido, de la locura del consumo y de la hiperactividad fue el elemento desestabilizador que les hizo buscar en el mundo del espíritu un espacio de recuperación de los valores morales y de la paz que la cultura tradicional había transmitido hasta las generaciones recientes. Para otras, el mantra de la obediencia -de esa obediencia que había supuesto para padres y abuelos un empleo o una posición social para toda la vida- resultaba una liberación. Para otras, en fin, la responsabilidad en el ejercicio de un cargo dentro de la secta resultaba una obligación que era difícil traicionar.
Un Japón al borde del abismo es el objetivo que se propone reseñar Murakami y del que trata de extraer lecciones en el capítulo final del libro, cuando sus interlocutores han apagado sus voces. ¿El atentado del metro de Tokio fue un caso tan imprevisible como irrepetible o la sociedad japonesa conserva en su interior el germen que podría dar lugar a otro caso semejante, probablemente esta vez sin gas sarín? La respuesta no es contundente, se mueve en términos de una reflexión y unas hipótesis, pero el lector habrá aprendido entre tanto a leer entre líneas muchos aspectos que desconocía del alma de los japoneses y de una sociedad que se debate entre los extremos de la tradición del pasado y de la más rabiosa modernidad.
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