domingo, 15 de febrero de 2009

El Emperador

Ryszard Kapuscinski
Anagrama, 2008
205 pp.






La reedición casi constante de las obras de Kapuscinski las pone, a ellas y al autor, de actualidad permanente. Llega, pues, el turno de hablar de El Emperador.

El Negus, era una figura excepcional en el oriente africano. Rodeado de una aureola mítica, era también el gran desconocido, porque Etiopía lo era para el gran público europeo y norteamericano.  Excepcional, en cuanto se reclamaba de una ascendencia que venía del mismísimo Salomón y por cuanto gobernaba un imperio con profundas raíces en la historia -en un continente como el africano donde la historia parecía no existir-, saltó a la actualidad de los periódicos cuando su poder fue cuestionado a través de revueltas y de golpes de estado.

Un ejército con viejos carros de combate y con soldados que luchaban descalzos a falta de zapatos acabó por dar la puntilla al que teóricamente era el imperio más antiguo de este mundo, y a la continuidad de un linaje de reyes por el que podíamos seguir el rastro de la historia hasta la Jerusalén bíblica.

Y aquí es donde interviene Kapuscinski. Cuando la revuelta comunista se hace con el gobierno del país, el autor, polaco, entonces de detrás del telón de acero, se instala en Addis Abeba y se pone en contacto con el mundo en la clandestinidad de quienes sirvieron en el palacio a Haile Selassie, el Rey de Reyes. Con discreción, introducido por los contactos que pudo hacer en alguna visita previa y eludiendo la implacable vigilancia de la policía y los espías, consigue sentarse con multitud de personajes que estuvieron al cargo de las más diversas responsabilidades en palacio. Y con ellos toma nota del relato que hacen de Su Más Sublime Majestad, pero también del funcionamiento de la corte, del particular modo como discurría el gobierno del imperio y de la situación del imperio mismo y de sus gentes.

Cuentan las malas lenguas, desconozco si bien o mal documentadas, que Kapuscinski trabajaba entonces a favor de la política exterior de la Unión Soviética. Trataba de argumentar que el destronamiento de El Negus estaba más que justificado tanto por el deficiente gobierno del que era objeto el imperio como por los cambios ocurridos en el mundo y que dejaban a Etiopía poco menos que como una reliquia imposible en el museo de los residuos de la historia.

Sea lo que sea, Kapuscinski extrae de los funcionarios del imperio con los que habla relatos llenos de interés. Kapuscinski simplemente anota. ¿O hace más que eso?

Desconozco de nuevo la situación y el lector deberá recomponer por sí mismo la escena. Porque estamos frente a un documental cuyas tomas se disponen en las páginas del libro en un orden que sin duda no fue aquél en el que fueron tomadas y en un formato en el que el ´montador’ –lo mismo que en el cine- tiene un papel decisivo por cuanto elige, corta y pega las secuencias en número y en el orden que él decide y que dará continuidad y contenido al resultado final.

Las confidencias que recibe Kapuscisnki son cuanto menos llamativas. Las hacen gentes próximas al rey y que comulgan con este imperio que está a punto de derrumbarse. Pero son puntos de vista, muy a menudo, guiados por el sentido común. La forma de pensar de estos representantes de la Etiopía ancestral se expresa con transparencia, con apego al monarca, pero también con mirada crítica y a veces con indudable ironía.

La explicación por parte de un responsable de palacio de cómo evolucionaba la personalidad de quienes eran ‘bendecidos’ con un cargo por la gracia del emperador, de cómo cambiaba su comportamiento, sus gestos e incluso su físico es un ejercicio de irónico distanciamiento divertido y esclarecedor. La angustia de un funcionario de palacio ante la deriva de su hijo universitario que participaba en manifestaciones y el discurso que construye para defender la conveniencia de pensar lo menos posible y de evitar el estéril ejercicio de querer cambiar las cosas por medio de la razón es casi conmovedor.

Estuviera o no Kapuscinski interesado en justificar que el imperio de Haile Selassie tenía los días contados, lo cierto es que El Emperador muestra bien una época y el punto final de una monarquía. La imagen de El León de Judá, el Gran Señor, Su Magnánima Majestad, el Más Extraordinario Soberano… no se empequeñece en el libro porque se enmarca dentro de una historia donde los personajes tienen poco espacio para ser distintos de cómo son.

Etiopía ya es de por sí un mundo aparte. El emperador no lleva registros escritos de nada, todo alrededor suyo discurre por la palabra. El país vive en el pasado. La esclavitud no se abolirá hasta bien entrado el siglo XX. Los clanes aristocráticos buscan a codazos adelantarse unos a otros en el favor de Rey y éste debe maniobrar con astucia para mantener los equilibrios entre todos. La educación es mal recibida por la corte porque parece un capricho injustificado que sólo puede traer desgracias. Y el deseo del Emperador de apuntarse al camino de progreso que han emprendido otros países africanos recibe la mirada escéptica de todos cuando no su explícita reprobación.

El Emperador es un eslabón necesario para conocer la Etiopía de hoy. Otros serán la historia pasada o la más reciente, pero el final del imperio que inaugura la Etiopía moderna, cierra una era y dispone los peones para llevar el país a lo que es hoy tiene en el libro de Kapuscinski una versión, si no completa, útil y muy interesante para el lector. Una versión que es, además, el reflejo valioso de las voces de los protagonistas que asistieron a los momentos convulsos en que el legendario imperio dejó de existir.

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